El siglo XX supuso el mayor desarrollo objetual de la humanidad; nuestra capacidad productiva se expandió de tal manera, que nos rodeamos de magníficos enseres, pero empezamos a tener dificultades para distinguir las ofertas, precios, acabados, formas y calidades estructurales de lo que comprábamos.
Para identificar y diferenciar este mundo tangible y milenario que conocíamos bien y que entraba constantemente por medio de nuestros cinco sentidos, acabamos recurriendo a las marcas. Sumadas al objeto per se, nos permitieron conferirle capacidades simbólicas para interpretarlo, juzgar si era de nuestro agrado y de nuestra conveniencia. Sin embargo, una desconocida posibilidad nos ha invadido en años recientes: el mundo virtual. También entra por los sentidos –en especial la vista y el oído– y nos confiere una inusitada sensación de realidad, pero no es la realidad, sino una representación mental de ésta. Las marcas se han sumado con relativa facilidad a estas representaciones por su naturaleza simbólica e intangible.
Producto de la revolución digital, todo está a un clic de distancia y compite sin importar la capacidad, calidad productiva o incluso presupuesto de unos y de otros. El reto se ha trasladado, entonces, a la habilidad de definir una apariencia distinguible y a la curación de los contenidos, pues lo son todo en el universo digital.
Más reciente ha sido la transferencia de la digitalidad a los smartphones. Omnipresentes ya en nuestras vidas, han detonado usos innovadores, pero su irrenunciable portabilidad ha dificultado el proceso cognitivo dado el reducido tamaño de sus pantallas. A ello, debemos añadir un nuevo efecto reductor: la capacidad de atención (o attention span), en particular de las nuevas generaciones. Ambos factores influyen en cómo administrar el contenido y la velocidad esperada de respuesta. La solución: en breves y cómodas dosis.
¿Cómo navegar este nuevo panorama?
El ejemplo más palpable de este fascinante caldo de cultivo está en las redes sociales, cada vez más celosas y demandantes de la atención de sus usuarios. De nuevo, la diferenciación de la marca es clave, por eso la imposición de restricciones y condicionantes para que, algo publicado por un usuario, parezca de ese espacio virtual y no se confunda con otro.
Pensemos en el límite de caracteres de Twitter, los formatos de Instagram, los filtros de TikTok, etc. Las redes son la evidencia, además, de que lo digital influye en lo real; como lo ejemplifica la búsqueda estética por parecerse realmente a la imagen construida con una inteligente posición de la cámara o sabiamente manipulada en Photoshop.
Regreso a la marca. Está presente en ambos universos, los físicos y los digitales, pero aporta mayor valor cuando nos alejamos de los objetos, de la relación directa con las personas o de la intensidad sensorial de una experiencia. Solo algo puede rivalizar con el contacto físico: el recuerdo en la memoria de ese momento. Y es justamente el recuerdo de la vivencia lo que se transfiere con mayor facilidad a la marca, para bien y mal. Así, la marca digital influye en la real y viceversa, por ello es necesario aprender a defender y trasladar sus atributos entre mundos y plataformas a pesar de las evidentes dificultades.